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Una distopía basada en hechos reales

Si buscamos la palabra distopía en el diccionario de la RAE nos saldrá esta definición: “Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”.

Aquí encontramos datos interesantes: “Sociedad futura”, “características negativas” y “alienación humana”.

Me voy a ir ahora a una distopía feminista, creada por Margaret Atwood, El cuento de la criada. Esta escritora canadiense cuenta en el documental A Word After a Word After a Word is Power que había leído varias distopías como Un mundo feliz de Aldous Huxley o 1984 de George Orwell y que quería escribir una distopía desde el punto de vista de las mujeres. Se puso como regla que el libro no incluiría nada que no hubiera pasado en la vida real, en algún sitio y en algún momento y por eso guardó toda la documentación: Discípulos de una secta de 1100 miembros que subordinan a las mujeres, que conciertan matrimonios y cuyas esposas de los coordinadores se llaman criadas; Nicolae Ceaucescu, expresidente de Rumanía, que obligaba por decreto a las mujeres a tener al menos cuatro hijos; Hitler, que garantizaba a cada hombre tener más mujeres para traer niños a las SS… Cuenta Atwood que las mujeres debían volver al hogar y para ello lo hacían con un retroceso económico, con el que no pudieran controlar su dinero. Su novela fue llevada a la gran pantalla y después con formato de serie, un hecho que ha conseguido que el libro sea más leído y que el impacto de la imagen haga que sus palabras adquieran más terror.

Este artículo no va a tratar en sí de la novela mencionada sino que va a tomar su esencia para hablar de las distopías que no evocan a momentos futuros o ficticios sino al presente real y tangible.

Para ello me he servido de otro libro inspirador, Distopías patriarcales. Análisis feminista del «generismo queer», de Alicia Miyares.

La filósofa Alicia Miyares comienza citando a Orwell y al Ministerio de la Verdad en 1984. El partido ficticio tenía una consigna: “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza”, que se repite a lo largo de sus páginas.

El Partido intenta controlar a las personas mediante un engaño mental; su propósito es mantener su poder y para ello manipula el lenguaje ya que entiende que al controlar la lengua dirige el pensamiento. Crea por tanto un diccionario con lo cual sólo es posible elogiar al Partido. Al mismo tiempo se producen incansables rituales e ideas con el fin de adormecer al pueblo y hacerlo entrar en un estado casi hipnótico. Lo único que no debe olvidar la ciudadanía es que “el Gran Hermano la vigila”.

Si repasamos los hechos en los que se inspiró Atwood y la ofensiva de la reacción patriarcal que estamos enfrentando las mujeres, podemos comprobar que la distopía se hace real. Como escribe Miyares en su libro: «La cacofonía vindicativa se abre paso porque en términos políticos y económicos se prescinde del análisis de las consecuencias, sólo el individuo importa. El futuro es ahora. La realidad es ahora. Distopía».

A estas alturas es distópico explicar que el sexo es real, que no se asigna en función de interpretaciones o de cómo se levante ese día el personal médico. Es una distopía asistir a esa neolengua que nos habla de “hombres embarazados”, “personas gestantes”, “personas menstruantes” o “mujeres con pene”. Si alguien osa cuestionar esta nueva realidad de inmediato aparece una acusación de odio para señalar a esa persona hasta tal punto de instar a su escarnio público.

Retomamos la ficción de Atwood y entramos en esa escena donde las Criadas están sentadas en corro mientras una de ellas cuenta que sufrió una violación grupal; las Tías aleccionan al resto de Criadas que no dudan en usar el dedo acusador hacia la víctima con un: “Fue culpa suya, ella los provocó”.

En el mundo real la acusación se traslada de nuevo a las mujeres y por este motivo se fracciona el feminismo en múltiples “feminismos” donde se busca siempre como culpable a una mujer a la que se le pone la etiqueta de “opresora”; en esta distopía el opresor queda al margen, es perdonado o simplemente se convierte en aliado mientras sigue ocupando una posición de privilegio per se sin cuestionar dichos privilegios y sin tener que revisar la hegemonía que de facto detenta.

La escritora Rebecca Solnit vivió un mansplaining de manual (acuñó el término) que derivó en su libro Los hombres me explican cosas, algo que sigue ocurriendo con algunos cambios. Ahora los hombres nos siguen explicando cosas e incluso algo que jamás podrían entender como qué es ser mujer. Y digo hombres porque hemos presenciado lecciones dadas por hombres que de repente han dicho que son mujeres, aunque no hayan cambiado ni un ápice su aspecto y hayan vivido gran parte de su vida desarrollando una socialización masculina.

En este “ser mujer” encontramos que cualquiera puede serlo y que no es una cuestión de genitalidad, “que una persona es mucho más que sus genitales”. En este punto me gustaría recordar la Mutilación Genital Femenina, una práctica cultural (una forma de violencia) que atenta contra la integridad física de niñas y mujeres y que supone una violación de los derechos humanos de esas niñas y mujeres donde se les extirpan sus genitales para controlar su sexualidad y sus capacidades reproductivas. No es sólo una cuestión de genitalidad pero según Unicef, 200 millones de mujeres y niñas han sufrido ablación de clítoris. No se ha dado el caso de que 200 millones de niños y de hombres hayan perdido su miembro viril por una práctica que vulnera la dignidad humana.

Pasamos ahora a las categorías. Las categorías nos sirven como análisis para dar explicaciones a los hechos ocurridos. Así, la filósofa Celia Amorós explicaría la violencia machista apuntando a la existencia de causas estructurales de esa violencia, es decir, no se trataba de casos aislados, de algo esporádico, de episodios que ocurrían sin que tenga que ver ninguna parte más del sistema sino que todo un sistema está implicado en esa violencia; por ello se pasó de la anécdota a la categoría. Y es en esa categoría donde Celia Amorós nos recuerda a Kate Millett para conducirnos al sistema de dominación, el patriarcado.

Podríamos decir que el sujeto del patriarcado son los varones. El patriarcado es un sistema de dominación que surge antes de la propiedad privada y que supone una organización social donde dichos varones se hacen con el poder político, económico y cultural subordinando a las mujeres, siendo éstas excluidas de toda la organización pero utilizadas para poner en marcha y mantener en funcionamiento la maquinaria. El patriarcado es universal aunque actúa de diferente manera según en el tipo de sociedad en la que nos encontremos (no voy a entrar en la conceptualización de patriarcado de coerción y patriarcado de consentimiento acuñada por Alicia Puleo).

 El feminismo es la respuesta, la toma de conciencia de las mujeres como grupo social oprimido que se organizan de manera colectiva para la liberación de su sexo, tras una opresión histórica. Es importante en este punto tener claro que discriminación no es lo mismo que opresión; esta última es definida por Miyares: «La opresión o subordinación se organiza jerárquicamente amparando la situación privilegiada de un grupo social e impidiendo que otro grupo humano sea capaz de desarrollar sus propias condiciones de existencia». De nuevo la categoría es imprescindible en el análisis y como dice la filósofa aplicar aquí la categoría “diversidad” o “identidad” nos lleva a algunos efectos como la despolitización:

«El significado dado en el feminismo a la categoría “mujeres” es el resultado de las intersecciones biológicas, culturales, sociales, raciales y políticas por las cuales se las ha privado del acceso a los bienes y la capacidad para determinar sus propias vidas. Constituidas, las mujeres, como sujeto político, reclaman para sí el derecho a la autonomía, la libertad y la liberación de toda adscripción que les impida llevar a término sus propias condiciones de existencia».

Nosotras, las mujeres, es un resultado que implica más aspectos que los genitales y que en función de esos genitales se orquesta todo un sistema de género que nos coloca en el lugar subordinado. Nosotras, las mujeres, no puede ser un totum revolutum donde entren diversas categorías que diluyan la misma categoría mujeres y nosotras, las mujeres, es la razón de ser del feminismo como teoría política para nuestra emancipación.

La intención de la neolengua en el Ministerio de Igualdad, al que podemos llamar Ministerio de la Distopía, es precisamente vaciar de contenido el feminismo haciendo que se haga cargo de todas las causas y de todas las luchas. El problema es que si esto ocurriese dejaría de ser feminismo porque cada movimiento político tiene un sujeto y una agenda que acometer. El feminismo tiene la suya propia y por mucho que intenten boicotearla o introducir en ella puntos que van directamente en contra no podrán tirar un tronco construido a lo largo de tres siglos. Los promotores del discurso queer y todo el séquito que repite actos de fe no podrán con la razón y con la potencia política del feminismo. Termino con Alicia Miyares:

«El feminismo lucha contra la creación de “bandas sonoras” dirigidas principalmente contra las mujeres y el feminismo político de la igualdad. Para el feminismo, ni la biología es destino ni la construcción cultural una horma para las mujeres. Contra la distopía queer, rebeldía feminista».

Publicado en Tribuna Feminista: https://tribunafeminista.elplural.com/2021/07/una-distopia-basada-en-hechos-reales-2/

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