Halima se ha prendido fuego a sí misma, tiene 19 años y quiere acabar con todo. Podría empezar este texto con una pregunta recurrente en los últimos tiempos: ¿Qué es ser mujer?
Permíteme, tú que me lees, que comience con una frase que escribe la filósofa Ana de Miguel en su libro Neoliberalismo sexual, el mito de la libre elección: «Ser mujer no es una ‘performance’, es una posición subordinada dentro de un sistema jerárquico de poder. Un sistema de dominación muy severo y arraigado. El más universal y longevo de los que existen, en las palabras de Kate Millett».
Al parecer quienes no son mujeres lo saben definir bastante bien y este “ser mujer” se convierte en una voluntad, en un deseo o en una percepción. Hay quienes incluso se atreven a hablar de los derechos de las mujeres para constatar desde su creencia que ya está todo conseguido y así, niegan una desigualdad estructural y la violencia derivada de esa opresión a la que es sometido un grupo social, las mujeres.
Ser mujer significa que desde que nacemos, por ser mujeres, no hay un destino biológico pero sí un camino que se va imponiendo a veces de manera sutil y otras de la forma más cruenta, sin esconderla, a plena luz del día y ante la misma comunidad internacional que no hará nada para cambiarlo.
Según el país en el que nos encontremos nuestros derechos serán cuestionados, arrebatados, negados y pisoteados, en diferentes escalas. En algunas partes de este mundo globalizado contaremos con una igualdad formal, con leyes que se hagan cargo de una desigualdad que es jerárquica. En otros, sin embargo, las mujeres permanecerán subyugadas al poder de los hombres, en una eterna minoría de edad que no les permitirá tomar decisiones, sometidas cada día a la violencia en lo que la misma ONU ha llamado un “apartheid de género”, es decir, una brutal forma de dominación por ser mujeres. Uno de esos lugares es Afganistán.
A día de hoy Afganistán ocupa el último lugar (177) en el Índice Global de Paz y Seguridad de las Mujeres, que elabora el Instituto de Georgetown para las Mujeres, Paz y Seguridad y el Instituto de Investigación de la Paz de Oslo (PRIO, por sus siglas en inglés).
La motivación para escribir este artículo ha sido suscitada por una exposición fotográfica que aúna las imágenes del fotoperiodista Gervasio Sánchez y los textos que acompañan las fotografías de la periodista Mónica Bernabé; de esto último tomaré la narración de las vidas de las protagonistas.
Entro en una sala vacía donde sólo estoy yo con las miradas de mujeres que no se van a percatar de mi presencia y asisto a su cotidianidad, me adentro en sus hogares y leo su historia como si me la contasen a mí en confianza. ¿Qué sentirían o pensarían en el momento en el que una cámara las enfocó para captar un instante que en otro momento viajaría a un lugar donde personas desconocidas acudirían para ir a ese lugar de origen?
¿Cómo mantener la esperanza ante retrocesos constantes donde esos pequeños avances cuestan tanto y en cada paso hay una fuerza que agarra y hace que el movimiento se detenga?
La exposición está dividida en secciones que abordan diferentes temas y situaciones en la vida de las mujeres afganas. Cada bloque lleva un título que nos sitúa y nos conmueve: “Matrimonio y el ritual de la boda”, “Maternidad”, “Huida”, “Correccionales de menores” y la “Muerte como solución”.
Todas las mujeres visten con el velo, a excepción de las mujeres que aparecen en el ritual de la boda. A algunas se les ve el rostro, otras muestran sólo los ojos y otras se han ocultado completamente mientras sostienen en brazos a sus hijas e hijos desnutridos y con problemas de salud. La mayoría mira al objetivo de ese aparato que las va a inmortalizar.
Lo primero que me recibe es el título de la muestra, “Mujeres Afganistán”, con los días que va a estar expuesta y el rostro de una mujer afgana ennmarcada en un velo negro. A la derecha una leyenda con un poco de contexto sobre la sociedad afgana y la situación de las mujeres, necesaria para tomar conciencia de dónde estamos: «Los talibanes prohibieron a las mujeres trabajar fuera de casa, estudiar e incluso recibir asistencia médica mientras estuvieron en el poder en Afganistán. Sus restricciones escandalizaron a Occidente, aunque solo eran la punta del iceberg del drama real que las afganas viven cada día en su propia casa. Esta exposición muestra que la violencia contra las mujeres en Afganistán empieza en el seno de la familia y es endémica, independientemente de que los talibanes estén o no en el poder».
Desde la izquierda comienza la reconstrucción de lo que es ser mujer, empezando por el matrimonio. Las primeras fotos corresponden a una boda, son festivas, no hay velos y ellas no parecen veladas. La realidad no es tan luminosa como los vestidos blancos que lucen.
Las familias llegan a un acuerdo que tiene en cuenta la clase social, la etnia y la tribu a la que se pertenece. El hombre paga por su mujer, la compra, y esta transacción hace que pueda hacer con ella lo que quiera pues es de su propiedad.
En 2009 se aprobó en Afganistán la Ley sobre la Violencia contra las Mujeres que contempla penas de cárcel para quien obligue a una mujer a casarse. No obstante, se siguen dando los matrimonios forzados. Aquí conocemos a Shamila que al quedar huérfana de padre su madre fue obligada a casarse con otro hombre y ella dada en matrimonio a un hombre treinta y dos años mayor. Masuma tiene 18 años y a los siete la comprometieron con un hombre casado de 30 que pagó por ella 100.000 afganis (1.350 euros). Kobab de 45 y Zia Gul de 16 son madre e hija y se encuentran en una casa de acogida porque Kobab se quiere separar del hombre que forzó a sus hijas a casarse en contra de lo que ellas querían. Arifa, de 14 años y etnia tayika fue casada por su tío con un hombre viudo de ochenta años.
Ser madre en Afganistán es un desafío, una realidad que acaba con la vida. Conocerla con estas imágenes resulta desgarrador.
El índice de mortalidad materna es el más alto del mundo según la OMS. Y tomando datos de esta organización en 2020 murieron cada día casi 800 mujeres por causas que se podían haber prevenido en relación con el embarazo y el parto como hemorragias graves, infecciones, hipertensión arterial durante el embarazo (preclamsia y eclampsia), complicaciones en el parto y abortos peligrosos.
Se destaca la importancia de la atención a cargo de profesionales de la salud capacitados para salvar la vida de la madre y de la recién nacida. La mortalidad materna se acrecienta en zonas pobres con dificultades de acceso a los servicios de salud y estas dificultades también se dan en situaciones de conflictos.
Nar Bibi lleva en la fotografía un velo violeta con estrellas y en sus brazos una bebé llamada Razima con unos enormes ojos y un cuerpo pequeño me mira. La madre tiene 30 años y es de etnia pastún y su hija 65 días y pesa 2,5 kilos. Lleva once días ingresada en el hospital infantil Indira Gandhi. Ellas viven en Kabul. Nar Bibi se casó a los 20 años, tiene tres hijos más de 12, 7 y 3 años, y otros tres que murieron. La madre cuenta que uno falleció al nacer y los otros a los meses.
El velo negro de Ashrafe solo nos deja ver un ojo de su rostro. Y mientras mira a la cámara sostiene a su nieta Raahila de año y medio que pesa 4,6 kilos. Llevan once días en el hospital. Viven en la provincia de Grazni, a unos 145 kilómetros al sur de la capital afgana. La madre de Raahila tiene dos hijos pequeños más.
Sigo el recorrido y empiezo a conocer a 28 chicas que se encuentran en un correccional de menores. Y lo hago a través de sus ojos envueltos en telas de varios colores, y quizás con esa información podemos intuir que sonríen, que están tristes o que les da vergüenza que les tomen unas fotos.
Hanifa tiene 16 años y es de etnia pastún. Huyó con su novio porque su madre quería obligarla a casarse con un primo suyo. Está condenada a dos años en el correccional.
Fereshta tiene 17 años y es de etnia pastún. Huyó porque su marido le pegaba y tenía una relación con su cuñada. La familia de él la localizó y la llevó a la policía. Está condenada a un año en el correccional.
Bajhirke tiene 15 años y es de etnia pastún: “Mi primo abusó de mí y perdí la virginidad. Después explicó al juez que la relación fue consentida y que yo quería estar con él”. Está pendiente de condena.
Nafisa tiene 15 años y huyó de casa porque ama a un joven y su padre la obligó a dejar los estudios y a comprometerse con otro hombre. Su condena es de un año en el correccional.
A día de hoy se siguen cometiendo matrimonios forzosos, la palabra de las mujeres no tiene valor y si hay violencia sexual también se da la duda y la falta de credibilidad de la víctima, y aunque la educación es un derecho fundamental a las niñas y a las mujeres afganas se les arrebata.
Tal como recoge la UNESCO, «en Afganistán la exclusión masiva de las niñas de la educación significa que el 60% de las niñas no cursan la enseñanza primaria (en comparación con el 46% de los niños) y el 74 de las niñas no cursan el primer ciclo de secundaria (en comparación con el 50% de los niños)».
Sima Bahous, directora ejecutiva de ONU Mujeres lo califica de un apartheid de género tal como ya lo he referido líneas más arriba. En sus palabras: «Han creado un sistema basado en la opresión masiva de las mujeres, que con razón y de forma generalizada, se considera un apartheid de género».
La falta de atención médica, la pobreza y la violencia que sufren las mujeres en su casa hace que se vuelvan adictas al opio. Sus maridos lo consumen y ellas acaban enganchadas. Mónica Bernabé documenta a través de los textos de la exposición que Afganistán produce el 90% del opio del mundo y cuenta con un millón de personas drogadictas. En este país hay pocos centros para las mujeres drogadictas.
Una de las mujeres adictas al opio es Leila, que tiene 25 años, es iraní y está casada con un afgano. La casaron a la fuerza con 16 años. Empezó a consumir opio por recomendación de una amiga para tratar un resfriado. Está en tratamiento con la organización Sanga Amaj en Kabul, junto a sus hijos de 10 años y seis meses que arrastran los efectos de la droga.
En la muestra fotográfica todas las imágenes sobrecogen de una forma u otra, por lo que transmiten, por la historia que hay detrás y que aparece junto a la propia imagen, por lo que se ve a través de ello en ese contexto duro y presente; pero al llegar al final con la leyenda “la muerte como solución” me encuentro con una foto que me hace detenerme y estremecerme: se trata del cuerpo quemado de una chica de 19 años.
Ella es Halima y la han operado en el hospital de Herat donde intentan trasplantarle la piel de las piernas a la zona del cuerpo quemado. Halima se prendió fuego porque la casaron con un hombre que no quería a través de un matrimonio por trueque. Su hermano se casó con la hermana de él. No puede divorciarse ya que de ser así su hermano también tendría que hacerlo y su familia se opone.
La sala sigue en silencio y yo me marcho de allí con el corazón encogido y con una rabia encendida. Fuera del edificio hay bullicio, la gente va y viene. Me incorporo a esa vida y me integro entre la multitud que camina por una zona turística y concurrida de la ciudad. No es fácil salir de Afganistán. Ser mujer es una realidad muy dura. Y en este momento resuenan en mi cabeza las palabras de Amelia Valcárcel cuando decía que en algunos lugares nacer mujer es estar condenada al infierno.