He parafraseado el título del libro de la socióloga Silvia Chejter, Lugar común. La prostitución, para el nombre de este artículo ya que a veces sólo un epígrafe sirve para ilustrar la exposición de una dantesca realidad.
Silvia Chejter ha reunido multitud de testimonios de puteros que han servido para construir el discurso prostituyente y es en este estudio donde emerge lo cotidiano, lo común, lo normalizado. No sólo está normalizado que los varones prostituyan a mujeres; que organicen despedidas de solteros con mujeres a las que han alquilado, que un entrenador vaya con su equipo de jugadores, que el tío acuda con su sobrino para que se inicie en el sexo, que otro tape a su cuñado para que su hermana no se entere, que sepan que esas chicas son menores de edad, que conozcan la historia de esa chica con ocho hermanos pequeños y que ya estaba siendo prostituida con 16 años. También está normalizado el hecho de vender ropa en el prostíbulo, que varias empresas les sirvan como proveedores de bebidas, que haya taxis dedicados sólo al transporte de los mal llamados clientes… Y si seguimos encontramos las cadenas de hoteles, periódicos, farmacias y toda una red que se teje junto a la de la explotación sexual.
En estas últimas semanas se han observado jornadas que abordan el tema de la prostitución; y lo digo así porque parece que la prostitución es un ente, algo difuso que requiere de un debate para aclarar si es malo o bueno, si se debe prohibir o legalizar, como si el abolicionismo fuese prohibicionismo o una utopía inalcanzable. Lo más terrible de todo es que este tipo de encuentros sean organizados por organismos que se definen en sus siglas o en sus principios de asociación como defensores de los derechos humanos y que se dedican a hablar de los derechos laborales de trabajadores y trabajadoras. Yo me preguntaría en este punto, ¿se puede llevar a cabo un debate entre el neoliberalismo y los derechos humanos en una sociedad que se constituye desde una democracia conformada con la carta de los Derechos Humanos? La respuesta es clara: no.
Es inaceptable debatir acerca de si las mujeres pueden ser compradas porque los Derechos Humanos ratifican que cada ser humano tiene un valor en sí mismo que no puede ser vulnerado por el simple hecho de ser un ser humano. Es decir, no se puede debatir si los hombres tienen derecho de comprar mujeres porque ese “derecho” patriarcal viola el principio de dignidad humana. Todo esto es muy fácil de entender y, sin embargo, seguimos dando vueltas y estableciendo dos posturas como si ambas fuesen igual de legítimas.
Continúo haciéndome preguntas, ¿desde dónde hablamos cuando debatimos sobre prostitución? Podría tener sentido abogar por el llamado “trabajo sexual” desde la defensa de un sistema patriarcal aliado con un feroz capitalismo neoliberal; entra dentro de su lógica, pero, ¿y la lógica del feminismo y los derechos humanos? Desde aquí jamás se podrá defender que los hombres compren mujeres para usarlas sexualmente por mucho que ellas hayan dado su consentimiento. El consentimiento no se debe usar como moneda para la deshumanización de la persona; sobre todo cuando el mismo consentimiento queda viciado por la coacción, el engaño, la situación de vulnerabilidad o el abuso de poder, tal como recoge el Protocolo de Palermo.
No debemos quedar impasibles ante una realidad donde las mujeres son violadas, traficadas y explotadas sexualmente, aunque hayan dicho que sí porque ese sí está condicionado por factores que la misma industria proxeneta mantiene ocultos, como los puteros.
Silvia Chejter se centra en la demanda y le da voz al discurso prostituyente. Demasiado a menudo los prostituyentes quedan ocultos, protegidos, invisibles como actores responsables de actos criminales. Ellos se sienten con derecho de elegir a mujeres para tener sexo, aunque ellas no les deseen. A veces se sienten engañados porque exigen ese deseo. Otras veces comprenden que no haya deseo, pero igualmente reclaman ganas manifiestas de estar allí por parte de ellas. Si las mujeres a las que prostituyen les cuentan su historia de vida, su drama y su situación de esclavitud, a ellos les da bajón; “pobre chica”, dicen algunos, y acto seguido se olvidan, se disponen a cumplir para lo que han ido y vuelven a repetir, solos o con amigos. Esto último es lo más cómodo para ellos, ir acompañados, así la fratría se mantiene fuerte. De esta manera la diversión está asegurada porque si uno reflexiona un poco acerca de lo que está haciendo, el resto les dice que no pasa nada, que ellas están para eso, que ellos tienen necesidades, que la prostitución existe desde siempre y que no se podría entender un mundo sin prostitución. ¿Qué cambiaría que uno dejara de ir? Es absurdo, se convencen.
El lugar común de este libro que he mencionado puede ser cualquier otro lugar común porque el discurso prostituyente es el mismo en Buenos Aires, en México, en Alemania, en Tailandia o en España. Los puteros encuentran su propio lugar común para compartir sus experiencias, todos coinciden en que es su derecho y que están ahí porque hay oferta. No se plantean lo contrario y si lo hacen enseguida llega el mito de la libre elección para mantener que las mujeres quieren estar ahí, ser penetradas por la boca, por la vagina y por el ano; ellas eligen que hombres de todo tipo a los que no desean las toquen, ellas venden su cuerpo y cada día tienen un cuerpo distinto para ser penetrado. El putero no piensa en la disociación, en el síndrome de estrés postraumático, en las drogas que tienen que consumir para soportar cada violación en la misma cama en la que duermen. El putero jamás se va a plantear el diseñado sistema que sostiene todo el entramado prostibulario porque ese diseñado sistema configura un discurso donde lo primero que se vende es el discurso de las bondades de la prostitución, que ya se ha encargado de separar una prostitución buena de la mala. En el momento en el que se determina que hay una prostitución forzada, automáticamente se enciende una luz roja que los lleva a la “prostitución voluntaria” de esos antros de carretera donde las mujeres seducen, piden que las inviten a copas y se pasean casi desnudas para que ellos sientan que tienen el poder; esos campos de concentración tal como los llama Amelia Tiganus, activista feminista, experta en análisis del sistema prostitucional y superviviente. El diseñado sistema de la industria proxeneta hace un lavado de cara para que los criminales proxenetas sean empresarios bien vestidos que sólo velan por la seguridad y el bienestar de las mujeres a las que explotan creándoles una deuda de por vida hasta que sus cuerpos dejan de servir.
Piensen en esos lugares comunes y recuerden que el lugar común de la prostitución también está en una mesa de debate donde se habla de “trabajadoras sexuales”, de “clientes”, de “agencia” y de “legalización” ya que este discurso que en ocasiones llaman “pro derechos” se asienta en el lugar común de esos hombres que entre risas cuentan lo que le han hecho a una chica que estaba muy buena y que aún no había cumplido los dieciocho.
Publicado en Tribuna Feminista: https://tribunafeminista.elplural.com/2020/12/el-lugar-comun-de-la-prostitucion/