El jardín tiene flores blancas. Rosas. Rosa rosae.
En estos momentos unas gotas se posan de manera delicada sobre sus pétalos y el petricor se impone al de su propia fragancia, el de la rosa rosae.
Hoy no hay fiesta en el jardín. Nadie corre ni grita, ni ríe estrepitosamente. No hay tintineo de copas, ni conversaciones acaloradas. Tampoco el menú que acaba cuando los platos chocan al amontonarse y algún cubierto cae al suelo.
Se percibe quietud. Silencio.
Hasta que el cielo empieza a rugir y los pájaros se alteran.
Ellas siguen impasibles al trueno y muestran su belleza y esplendor.
Rosa rosae.
Su color es deslumbrante, fulgente y acapara toda la luz. Es la tonalidad del todo.
Rosa rosae.
Ya no están húmedas. Ha aparecido la caricia de la brisa.
Se agitan suavemente y empiezan a danzar. Con delicadeza.
Continúan presentes en medio de la calma y de nuevo el silencio.
Rosa rosae.
De repente todo cambia. Y llega la oscuridad. Los cristales de la ventana lloran y el agua lo inunda todo.
Una melodía tan monótona como la lluvia se incorpora a la escena.
Bailan. Ahora con más intensidad. Un claro aparece entre las nubes y una nueva pincelada de color altera el escenario.
La ventisca aleja el chubasco y trae más frío.
Ellas se adaptan y esperan la noche. Mañana quizás las arrope el sol.
Y ahí permanecerán en su esencia. Listas para la próxima celebración. Floreciendo en primavera y en las aromáticas noches del verano.
Rosas blancas. Rosa rosae.