Las mujeres somos la mitad de la humanidad y sin embargo seguimos conformando el segundo sexo; reducidas a objetos porque todavía no pertenecemos a la categoría de lo genéricamente humano.
En aquella Revolución Francesa ocurriría algo excepcional. Acabaría la sociedad estamental y por fin aparecerían las categorías de sujeto y ciudadano. El logro se materializó en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Aquí no se trataba de un masculino genérico donde el femenino se entendía dentro de esa categoría.
Realmente eran derechos. Realmente eran del hombre, del ciudadano. Olimpia de Gouges no podía creer cómo en esa nueva realidad en la que se dibujaban estas categorías las mujeres quedaban excluidas. Ella, que había sido partícipe de las revueltas plasmaba en el papel el asombro, la perplejidad y la indignación ante el destierro de las mujeres de los nuevos derechos conseguidos; a través de sus palabras decidió cambiar la aberración cometida contra el propio concepto de humanidad y redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Fue guillotinada a los dos días y esa declaración y su lucha sirvió para que hoy tengamos, como dice Celia Amorós, referentes ilustres, y para responder con contundencia a la pregunta, ¿Por qué feminismo?
Las mujeres seríamos esa continuidad del hombre, “la parte defectuosa” como afirmaba nuestro también ilustre Descartes. Sin derechos, sin voz, sin acceso a la educación. Algunos ilustrados misóginos como Rousseau dejaban por escrito que nuestra educación no sería importante porque nuestra misión se basaba en agradar a los hombres, serles útiles, cuidarlos, aconsejarlos y hacer sus vidas de lo más confortables.
Pero claro, la ilustrada Mary Wollstonecraft tuvo que intervenir respondiéndole que la mujer no es diferente al hombre, y aquí nos da las claves del empoderamiento, ya que el acceso a la educación es una de las condiciones sine qua non para tener poder sobre nosotras mismas. Este derecho, al igual que otras libertades elementales no está planetariamente conseguido y costó alcanzarlo en lugares en los que ahora parece que siempre había sido un hecho. Con un título universitario guardado en una carpeta pienso en Concepción Arenal disfrazada de hombre para tomar clases de Derecho y la deuda hacia las predecesoras se transforma en militancia feminista para honrarlas y seguir avanzando en esta agenda, abierta por diferentes páginas en las distintas partes del mundo.
El patriarcado nos ha otorgado un rol siniestro: La mujer en la sombra, la bella esposa, la mujer dócil, amable, abnegada; con un único cometido en la vida: satisfacer al sujeto, al marido. Deseos de alcanzar el matrimonio invadían el espíritu de muchas que vieron en esta unión una forma de escapar de un hogar sin saber que difícilmente perderían la minoría de edad.
La mística de la feminidad nos atrapó en una casa situada en un barrio residencial donde cada una de nuestras vidas se rodeaba de cocinas equipadas a la última, de maridos exitosos y de hijos e hijas convertidas en auténticas ricuras; no obstante por esta estampa pululaba un malestar sin nombre que conseguimos identificar más tarde como la raíz misma de nuestra opresión.
Las ganas de volar y de ser libres nacen en el mismo instante en el que somos conscientes de las cadenas que nos sujetan. Despertamos y ya no había manera de volver atrás.
Simone de Beauvoir nos desveló que no hay un destino biológico por el que las mujeres pertenezcamos al segundo sexo sino que es la sociedad la que nos reserva ese lugar; seremos las otras en un mundo donde el hombre es la medida de todas las cosas.
Los hombres en el centro del mundo y duplicados en su tamaño natural mientras nosotras les servimos de espejos donde se agrandan gracias a nuestra inferioridad. Así lo pensó Virginia Woolf mientras seguía esbozando el declive de ese tamaño cuando las mujeres empezamos a hablar, a pensar, a estar presentes, a reclamar nuestro sitio; en ese momento la figura del espejo encoge.
El derecho al voto fue una de nuestras luchas y conquistas y quedará grabado en cada uno de nuestros corazones el agradecimiento a las sufragistas y a una mujer llamada Clara Campoamor. También nos rebelamos por la despenalización del aborto y tuvimos que subirnos a un tren de la libertad para no dar ni un paso atrás en lo ya conseguido. Continuamos por el salario igualitario; para irrumpir en el espacio público llevando nuestros “problemas personales” al ámbito público como lo expone Carol Hanisch en su artículo Lo personal es político. Con este eslogan el feminismo radical con Kate Millett como una de sus máximas representantes, pondría sobre la mesa esas áreas “privadas” para identificarlas como centros de dominación donde los varones como grupo poseían un poder ilegítimo y una posición de superioridad en todos los niveles de la sociedad.
A día de hoy continuamos batallando contra la sexualización y la cosificación de nuestros cuerpos; combatiendo los machismos que no se ven porque están normalizados a pesar de ser gigantes convirtiéndose en la antesala de la ideología que nos acaba asesinando.
Para Carmen Sarmiento el feminismo es la ideología de la liberación, y en ello estamos a pesar de asistir a un concepto de libertad que nos obliga a elegir representando el papel más dantesco de nuestras vidas; siendo deshumanizadas para que cuando la mercantilización de nuestros cuerpos nos arrebate la vida, esa vida haya dejado de existir; libre elección lo llaman.
El feminismo no es una etiqueta que te colocas para contar lo libre que eres y lo bien que te sientes siendo feminista. Tal como nos ilustra Amelia Valcárcel, «el feminismo no es ninguna emoción sino una parte de la teoría de la democracia», que nos obliga a estudiar tres siglos de existencia de este movimiento. El feminismo requiere de un análisis estructural de la realidad, implica meternos en el fango, bucear por cada entramado y desconfiar de un discurso que nos dice que las mujeres hemos elegido ser esclavas.
Las feministas molestamos y las radicales aún más. Lo dijo Nuria Varela, “el feminismo es un impertinente”. Incordia, nos pone delante nuestra opresión y nos obliga a reconocernos en ese grupo donde no estamos arriba. Somos “las otras” y no hay “otros” que nos reconozcan como iguales al otro lado. El feminismo hace que nos miremos al espejo y amemos nuestro cuerpo, nuestras canas, ¡las estrías!; que nos amemos a nosotras mismas. Cómo no va a importunar algo que hace que dejemos de estar pendientes de tareas que nos apartan de lo realmente importante como son nuestros derechos y libertades; nuestro lugar en el mundo como seres humanos.
El feminismo nos ayuda a ponerle palabras a las experiencias que vivimos; no a nivel individual e inconexo sino como un cúmulo de sucesos que de alguna manera nos ocurren a todas de forma muy similar; como cuenta mi querida compañera Yolanda Rodríguez, “las mujeres no somos una con una historia sino millones con la misma historia”.
El feminismo nos nombra, nos hace visibles en una Historia en la que no nos han dejado ser las protagonistas y cuyos actores se han apropiado de nuestro talento, de nuestras capacidades, tomando nuestra palabra y ocupando nuestras raíces. El feminismo quiere subvertir el orden del mundo porque ese mundo no puede avanzar con un pie pisando al otro pie.
Y llega otro 8 de Marzo, como un día de reivindicación, de activismo, y ahora también de paro. Mostramos al mundo que las mujeres somos el motor de cada casa, cada barrio, cada ciudad y cada rincón de un planeta en el que hemos decidido ser sujetas de pleno derecho.
Para conseguirlo iremos a la raíz y no haremos ningún pacto con sistemas asesinos que siguen respirando mientras canjean el dinero que consiguen por la venta de nuestras vidas.
*Foto: Talía Blanco. 8 de Marzo feminista en Córdoba (2015).