El otro día en un Congreso Ana de Miguel dijo que las mujeres compartimos una historia de opresión y que eso nos convierte en hermanas. Observamos aquella hermandad que al parecer a ellos les viene de serie en este sistema, que hace que hagan un pacto, que se cubran en sus actitudes machistas, en sus comportamientos deplorables; donde la misoginia colapsa sus grupos sin que ninguno de ellos manifieste inconformidad, alce la voz, lo condene o se salga de ese espacio rompiendo un acuerdo de machos que está por encima de la dignidad de las mujeres a las que ellos no consideran ni siquiera humanas, ya que las han cosificado en tantas ocasiones que les han robado la voz, su opinión, su voluntad, convirtiéndolas en objetos que los hijos del patriarcado poseen a su antojo sin que importe nada más que el deseo amparado por una posición de poder; alimentado por una manada que además, cuenta siempre con la credibilidad de los organismos que nos deberían proteger.
En este sentido Amelia Valcárcel habla de la importancia del grupo a través de lo que se conoce como fratrías. En palabras de la filósofa “la conciencia viril consiste en buena parte en un reconocimiento, siempre vicario, de una jefatura, que supone la detentación de la virilidad de un modo extraordinario y en la posición de ese rango por participación”. Valcárcel escribe cómo los varones se inician en las fratrías desde edades tempranas; vemos así cómo ellos hacen un pacto desde ese momento en el que se separan de las niñas durante los juegos de recreo y continúan socializando unos comportamientos y las expectativas de perpetuar la virilidad aprendida ocupando una posición asignada en el patriarcado; esa separación se hace desde un discurso que suele ser “un discurso misógino, asertivo, cerrado”. Como sigue apuntando Amelia Valcárcel, en este sistema se puede ver que “esos poderes son una glorificación del poder masculino y suponen una estructura en la cual tanto varones como mujeres admiten algunas certezas elementales: que los varones tienen superior jerarquía que las mujeres, que los varones son mejores que las mujeres, que los varones son importantes y que ellos deciden qué es importante”. Es en estas creencias completamente arraigadas en nuestra sociedad donde las mujeres asumimos que siempre es nuestra culpa.
En estos días hemos conocido la sentencia del caso ‘La Manada’, en el que cinco tíos violaron de manera simultánea a una mujer de 18 años en el espacio reducido de un portal del que difícilmente podía tener escapatoria; donde permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, aterrada, esperando a que todo pasase. Los hechos descritos no siembran dudas acerca de la violación que sufrió la chica aquella noche de Sanfermines, a pesar de que los tres magistrados encargados de dictar sentencia consideren suficiente la pena de 9 años a un acto considerado por ellos mismos como abuso, quedando patente la absolución por los delitos de intimidación y de violación.
Sin embargo tras la agresión sexual y después de conocer el castigo para estos violadores, se sigue cuestionando la credibilidad de la víctima haciendo una radiografía de la vida de ella, hablando de sexo consentido y banalizando la violencia contra las mujeres, considerando a las víctimas responsables de su victimización.
Kathleen Barry en su libro Esclavitud sexual de la mujer escrito en 1979 nos describe el paradigma de la violación y es aquí donde nos invita a prestar atención al tratamiento de la violación por parte de la policía, de los tribunales y el público; y yo añado, de los medios. Me parece importante trascribir las palabras de Barry, que de manera tan clara muestra cómo la experiencia de la víctima de una violación es la experiencia de todas las mujeres violadas, situándonos frente a la estructura que las juzga sin tener en cuenta la verdadera causa de la violencia sexual:
“Se supone que la víctima de la violación debería escapar indemne a pesar de tener todo aplastantemente en contra: desde el fraude y el engaño, hasta la fuerza física y la violencia, la manipulación y el simple terror. Si no puede salvarse de la situación en que tiene lugar la violación, se supone que ha sido hasta cierto punto cómplice del ataque; en consecuencia, ya no se considera un ataque y ella no es verdaderamente una víctima. Su calidad de víctima queda probada o no según lo que valga su palabra, según los exámenes sobre su carácter, la castidad de su vida sexual pasada, su forma de vestir, la manera en que le brillan los ojos y la forma en que sonríe. Cada víctima de violación es tratada como una sociología completa de por qué los hombres hacen a las mujeres lo que les hacen. No es necesario tomar en cuenta ninguna otra explicación de las fuerzas sociales o del comportamiento masculino. Nada fuera de ella misma, ni siquiera su atacante, es la causa de la violación. Ese es el paradigma de la violación”.
Seguimos asistiendo a un debate que reproduce el paradigma de la violación y no habrá leyes para combatir esta violencia ejercida por el mismo Estado mientras no desarticulemos la raíz desde la que se constituye, una estructura de dominación llamada patriarcado que sitúa arriba a los varones otorgándole el poder político, social y económico mientras nosotras permanecemos debajo aprendiendo, entre otras cosas, que nuestro “No” quedó demasiado difuso y ante esa falta de contundencia por nuestra parte nos merecemos lo que nos ha pasado.
Lo positivo de todo este panorama dantesco es la respuesta que estamos viviendo en las calles, en las redes sociales y en cada acción individual apoyando a la víctima, visibilizando cada una de las agresiones sexuales que hemos vivido; asumiendo el valor de contarlo y compartirlo desde un muro virtual donde personas desconocidas leerán algo tan íntimo, tan doloroso y tan escondido en nuestros recuerdos y en nuestra vergüenza que a pesar del tiempo, escribirlo supone un proceso de desgarro y de reparación para nosotras mismas.
He escuchado a amigas contar sus propias violaciones y he asistido a relatos de las violaciones que ellas mismas narraban de sus amigas más cercanas; he sentido congoja al revivir sus propios temores, su impotencia, el asco y la indignación que supone saber y reconocer que el patriarcado nos ha destrozado la vida.
He leído a compañeras describir el infierno que han vivido en sus propios hogares, en la calle, con compañeros, con amigos o con sus parejas; y sin conocerlas las he abrazado porque me reconozco en esa historia de opresión de la que habla Ana de Miguel.
Todas hemos sido acosadas, agredidas o violadas. A todas nos han perseguido hombres cuando éramos niñas, sin saber por qué ocurría pero sintiendo un miedo que nos hacía correr y desear llegar a casa. A todas nos han acorralado robándonos nuestra infancia. Todas hemos visto a hombres tocarse en plena calle o gritándonos el acoso que nos vuelven a intimidar y todas hemos apartado rápidamente de nuestros genitales unas manos que se atrevieron a tocar nuestra dignidad rompiendo algo dentro de nosotras. A todas nos han llamado creídas o lesbianas cuando hemos rechazado a algún tío o a su colega y todas hemos tenido que aguantar que ese tío intente manosearnos en una discoteca mientras los miembros de la jauría tomaban nota del comportamiento que se les exige para pertenecer a esa manada.
Todas hemos sido drogadas por hijos del patriarcado que se excitan mientras violan a mujeres inconscientes, privadas de la posibilidad de defenderse. Todas aceleramos el paso cuando vamos caminando a altas horas de la noche por calles desiertas en ese momento en el que un coche con cinco hombres aminoraba su marcha mientras se dirigía a nosotras llamándonos “puta”, haciendo que nuestro corazón se detuviese del terror que nos provocaba pensar que esa podía ser nuestra última noche. Todas llevamos preparadas en la mano las llaves del coche o de nuestro portal y todas suspiramos tranquilas cuando los pasos que siguen a los nuestros corresponden a otra de nosotras. Todas tenemos que lidiar cada día con el descrédito al que somos sometidas por intentar caminar en libertad. Todas hemos sentido vergüenza al vivir situaciones a las que nos supimos ponerle palabras; experiencias que con el tiempo y el feminismo hemos ido articulando como discurso político porque todo eso que nos ocurría a nosotras solas, que no contábamos, que debíamos callar, que no tenía la menor importancia no son hechos aislados; no lo hemos provocado nosotras y no debemos esconderlo mientras agachamos la cabeza y nos lamentamos asintiendo “me ha tocado a mí”; sino que son producto de una estructura para la que nuestras vidas no tienen valor y que está viviendo un rearme en estos momentos operando desde los tribunales, dando lugar a una justicia patriarcal que dicta sentencias a través de las cuales se vuelve a enviar un mensaje que no vamos a aceptar porque nosotras contamos también con una hermandad, la sororidad como estrategia política; un pacto entre mujeres mediante el que desaprendemos la misoginia que de manera inevitable está en el imaginario para así acabar con el patriarcado.
Todas somos la chica de los Sanfermines violada por ‘La Manada’; todas somos Nagore y todas compartimos una historia de opresión que nos ha convertido en hermanas, y es en esta alianza donde firmamos ese pacto para deconstruir un sistema que intenta despedazarnos y frente al que hemos iniciado una lucha imparable para ser ciudadanas de pleno derecho, para ejercer derechos tan fundamentales como la libertad, la integridad física y la vida.
(Publicado en Tribuna Feminista: https://tribunafeminista.elplural.com/2018/05/frente-a-la-manada-un-pacto-entre-hermanas/)
Foto: Asamblea Feminista Abierta de Cantabria. @HFemCant.