En una presentación de su libro la médica y escritora Paula Farias aconsejaba leerlo en un día de lluvia, con una taza de té; yo he seguido sus palabras para hacer este viaje que me ha llevado a distintos lugares de un territorio donde vuelven a volar cometas pero con la presencia de la guerra, del conflicto, de la batalla y de la sangre. El símbolo de la libertad con esa seda roja que propicia que la cola le dé más vuelo está cargado de toda la violencia que hizo que se prohibieran. Y las prohibiciones, las restricciones y la represión ponen toda su fuerza y su crudeza en las mujeres, esos seres humanos que pasan a ser iguales, que pierden su identidad y que a veces dejan de buscarla.
¿Quiénes son, entonces, los fantasmas azules en un país como Afganistán? Ellas, todas las mujeres que se vuelven invisibles, que dejan de existir bajo una tela que las hace desaparecer para que nadie las vea. Y María, una periodista que llega a Kabul, empieza a moverse paradójicamente libre después de sentir a su llegada «esa exclusión violenta de la vida en la forma que ella hasta entonces conocía. Esa anulación gratuita y sin consecuencias, esa condena al ostracismo a la que se sometía sin juicio previo a la mitad del mundo, a la mitad de todo. Qué barbaridad. El cambio brutal de pasar del ser al no ser».
La autora une en esta historia coral a varios personajes que van a ir representando varios mundos, distintas posiciones según el sexo o varias formas de entender la sociedad en la que vivimos según nuestra procedencia, nuestro sistema de creencias y nuestro entorno.
María vive un desamor, pero eso no es lo importante en la trama, a pesar de que el novio que la deja, Ulises, se confabule con otro amigo en común, Simón, para que vaya a Kabul a encontrarla; y de paso, ponga en marcha toda la arrogancia de ese extranjero que llega a un territorio que no conoce y cuya realidad le golpea en la cara poniéndolo en su lugar.
Mahmud es ese hombre que crece en esta tierra de polvo y conflicto y que fue un niño guerrero para dejar de ser un niño y aprender a hacer caer al enemigo, «aquel niño que jugaba a derribar cometas, y que antes de dar por perdido un combate dejaba que el sedal se le hincara en la piel hasta ensangrentarle la mano. Violencia y resistencia como forma de aprender a estar en el mundo».
Un elemento lúdico como ondear una cometa tiene esa presencia hostil del enfrentamiento. Los niños se preparan para la guerra y las niñas no pueden ir a la escuela, deben quedarse en casa y si en esa casa hay sólo niñas, las familias lo lamentan e inician un proceso doloroso, el bacha posh.
Así conocemos a Zohra, la mujer del intérprete de María, una mujer que sueña con otra forma de vivir más libre y que soporta la carga de haber parido sólo a niñas: «Se iba a plegar a un requisito innecesario, doloroso. Un bacha posh para esquivar la presión social de haber traído al mundo solo mujeres, solo hembras que no mantendrán la estirpe. Después han llamado a la niña, Ayesha, y ha comenzado el ritual».
El proceso consiste en convertir a la niña en niño a los ojos de los demás. Ayesha tiene seis hermanas, seis niñas, seis hembras que hace que la mujer que las ha traído al mundo sienta la presión social de no haber tenido un varón. Lloró cuando le cortaron el pelo, las ropas también cambiaron y al regreso de su paseo por el mercado todo se transformó: «El mundo se le ha ensanchado. No sé qué les habrá contado a sus hermanas de vuelta, pero al hacerlo extendía los brazos, como si volara».
El bacha posh significa “disfrazada de niño” y esto le permite a la niña asistir a la escuela, salir a la calle y trabajar para ayudar a su familia inmersa en la pobreza. Es una práctica que se sigue haciendo en la actualidad y por la que al parecer los talibanes no se han pronunciado. No hay problema si de cara a los ojos que miran la niña es un niño, si ha asumido todo lo que envuelve al género de un sexo que sí puede ser visto, que tiene libertad de movimiento, que deja el ambiente opresivo en casa para otras, las del sexo femenino cumpliendo con sus roles de género en una sociedad que las tapa cuando abandonan el hogar para que deambulen por el bazar y las plazas como fantasmas.
Esos mismos roles de género son los que hacen que sean médicos y no médicas quienes ejerzan. Y si es una mujer la única doctora que se puede ocupar del caso el comandante la ignorará, la despreciará y le hará ver que ese no es su sitio por ser mujer. La autora nos presenta en la novela a Míster Marta, y en una entrevista consigo saber que ahí hay un poco de la que escribe, a la que también se lo pusieron difícil y a la que llamaban Míster Paula. La mujer de la novela, Míster Marta, cuenta que varios hombres llegaron en muy mal estado, medio congelados; lo que significaba tener que hacer amputaciones contando con el permiso del comandante: «Difícil. Sobre todo cuando el comandante es alguien que te ignora, para el que apenas existes, que apenas te dirige la mirada. Mucho menos la palabra». Fue a través de una nota y la firma con ese “Míster” lo que consiguió que aquel hombre la mirara y posteriormente le estrechara la mano con un «Thank you, Míster Marta». De nuevo la identidad, las miradas, los papeles que se adoptan para ser vista y reconocida.
Paula Farias conoce ese Afganistán de 2001 y esas vivencias y toda la experiencia que ha tenido como trabajadora humanitaria la ha trasladado a las páginas de esta novela. Pero lo cierto es que la vida de las mujeres sigue siendo asfixiante con la llegada de los talibanes en agosto de 2021 y países como Afganistán se sitúa como el peor lugar seguro para las mujeres. Según El Índice Global de Paz y Seguridad para las Mujeres 2021/2022 de los 170 países en el informe, Afganistán ocupa el puesto 170, seguido de Siria con el 169, Yemen en el 168, Pakistán en el 167 e Iraq en el 166. Cabe también mención en estas líneas a otro país que hace frontera con el protagonista de esta historia, Irán en el 125; un país donde la ciudadanía, especialmente las mujeres, han iniciado una revolución mostrando al resto del mundo que no van a permanecer veladas y silenciadas a pesar de que muchas hayan quedado en el camino, asesinadas, por alzar la voz mientras se arrancaban el velo.
En el momento en que escribo este texto “los líderes del mundo” se reúnen en Nueva York para su cita anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas, una cita donde se debate sobre la salud humana y planetaria, el repensar del multilateralismo, la consecución de la paz ante tantos conflictos latentes y en definitiva el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Si traigo aquí este encuentro es para reflexionar acerca de las políticas de los Estados para lograr avanzar en la Agenda 2030 y no dejar a nadie atrás.
Está claro que siempre se queda alguien en el camino porque hay mentes que pueden dormir tranquilas mientras algo creado por ellos puede hacer daño o matar. Vuelvo de nuevo al libro y a un tema que a Paula Farias le preocupa, las minas antipersona: «Una tarde de angustia, un regimiento de cincuenta hombres perdidos entre dos valles y la nieve de un diciembre que no ceja. Los rumores de que alguien había colocado nuevas minas en el camino de siempre hicieron que la tropa que patrullaba la montaña tomara un camino diferente y poco conocido».
Paula Farias cuenta en una entrevista que las minas le obsesionan por dos aspectos. Por un lado por «la violencia pospuesta; no están para nadie en concreto sino para reventar al que pase. Tienen esa parte de postergar la violencia». Y por otro lado la elaboración que hay detrás, «cómo una mina está diseñada no para matar sino para mutilar, para dejar heridos porque al final un muerto es un muerto y lo lloras, pero un herido genera todo un problema a la tropa. Esa perversión que va a diseñar algo que va a ir a mutilar. Qué cabeza diseña esas cosas, quién hay detrás de todo eso; probablemente sea un ingeniero ilustre sentado en una chimenea tomándose el té. Cómo se maneja eso. Cómo las consecuencias de eso que haces acaban con un crío reventado en mitad de las montañas afganas».
La Convención sobre Prohibición de Minas Antipersona de 1997, conocida como Tratado de Ottawa, entró en vigor el 1 de marzo de 1999 y son 164 Estados Parte los firmantes. De los 32 países que no la han firmado se encuentran Estados Unidos, Rusia, China, Israel y Arabia Saudita. Entre los países que siguen plagados de minas antipersona están Afganistán, Colombia, Myamar, Pakistán, Siria, Camboya y Mali.
Para finalizar esta larga reseña de un libro que me ayuda a recordar temas pendientes para aproximarme a su análisis quiero hablar de algo importante en la novela, un lugar de libertad para las mujeres que hace que el primo de Mahmud, Ibrahim, sienta que “el tumulto de mujeres lo aguarda como un arrullo» y puede que después de haber presenciado la muerte de un ser querido siendo pequeño, estos momentos de paz le ayuden a encontrar la suya propia. Ese lugar es una fábrica de alfombras que tiene en su parte inferior un Hamam. En este espacio las mujeres se desnudan, el agua tibia recorre sus cuerpos libres de imposiciones; aquí no hay velos, ni prisa. Hay calor, humedad, parloteo, complicidad, intimidad y libertad. María allí puede trasladarse a otro lugar con una pequeña ensoñación, volver al momento presente y desaparecer. Sale de nuevo a la calle envuelta en capas de tela para volver a ser un fantasma y ve una cometa: «Un vuelo furtivo que no sorprende cuando, hasta hace nada, volarlas era un juego prohibido. Que vuelvan las cometas es buena señal. Mucho hablar de la apertura, pero los cambios de verdad no lo son hasta que se evidencian en las cosas pequeñas».
*Foto. La fotografía fue realizada por el fotógrafo Shah Marai de la Agence France- Presse (AFP) asesinado en 2018 en Afganistán y captura a varias mujeres afganas con el foco en mujer afgana mientras sostiene a su bebé en brazos en un mitin electoral del candidato presidencial afgano, Abdullah Abdullah, en Jalalabad, el 18 de febrero de 2014.