El arrebol del atardecer empieza a dibujar siluetas que potencian aún más el color anaranjado que me atrapa sólo un instante; un momento efímero que consigue capturar a pájaros sobrevolando la escena.
Mientras la brisa arropa mis brazos desnudos y acaricia un rostro sereno y contemplativo percibo sensaciones que se alejan de lo real.
¿Puedo oler el mar a pesar de estar lejos de la inmensidad del océano? María Luisa Arroyo, la protagonista de la novela en la que momentos antes he estado inmersa, ha visitado la playa y yo me he trasladado a mis días de veraneo con mi familia de Tarragona; la caminata hasta la playa con mi prima, que fumaba algún cigarrillo y yo me preguntaba cómo podía tener los dientes tan blancos; los ratos de juegos compartidos con sus amigas y amigos, como Mariajo, que cada vez que oía su nombre recordaba el alimento picante y repetitivo; el chico que me sacaba parecido a la chica que le gustaba; los puestos interminables en los que compré dos grandes tazas que aún conservo y los helados adquiridos en una máquina que dispensaba una nata interminable en un cono que era capaz de sujetar una cantidad de crema tan desmesurada como el mar.
Recuerdo la casa de mi tío y mi tía y lo bien que me sentía esos días de vacaciones. Comidas organizadas en familia, anécdotas contadas de tiempos pasados y horas que pasaban demasiado rápido. Me asomaba al balcón y pensaba que en menos de una semana cambiaría las vistas hasta el año siguiente; no obstante quedaba tiempo para disfrutar, sólo tenía que alejar el final de las vacaciones de mis pensamientos. Sólo tenía que respirar el presente salado, húmedo y caluroso.
La evaporación del agua se pegaba a mi cuerpo y yo agradecía huir de las altas y secas temperaturas de Córdoba. La playa era un regalo. Caminaba todo lo que quería mar adentro porque el agua tardaría en cubrir mi estatura. La arena fina y delicada podía quemar con fuerza o refrescar la planta de los pies con un placentero masaje. Todo cambiaba a lo largo del día.
Dejábamos atrás nuestra casa con un viaje en un Ford Escort sin climatizador por el que se tomaba la decisión de salir a horas muy tempranas para que el frescor de la noche nos acompañase una buena parte de los 800 kilómetros. Andalucía y Cataluña se acercarían horas más tarde a través de los lazos de una familia. No me molestaba especialmente levantarme a esas horas intempestivas porque el madrugón merecía la falta de sueño. El destino alentaba el viaje, mis vacaciones en la playa. Cuando el sol intenso golpeaba la lata del coche y el aire caliente se colaba por las ventanillas, observábamos a los vehículos que nos adelantaban completamente herméticos y decíamos casi al unísono: esa familia lleva aire acondicionado.
Las paradas en el camino formaban parte del trayecto. Los bocadillos preparados, los refrescos perfectamente enfriados en una nevera azul de las que resisten jornadas de playa, campo y barbacoas. Y seguramente alguna que otra discusión a juzgar por la foto en la que salgo con la boca llena, el bocata en la mano y un gesto de rebeldía y disconformidad.
Así he sido siempre, un poco rebelde y protestona. He sentido la libertad de decir lo que creía oportuno aunque la mayoría de las veces no tuviese ni voz ni voto; algo que me parecía tan injusto que me convertía en la contestona de las causas perdidas. Y lo digo porque no sólo me ocupaba de mis intereses; la injusticia era injusticia y tenía que pronunciarme para defender a cualquier persona que con la cabeza gacha asumía su culpa con un punto y final.
El momento más especial llegaba cuando la carretera nos descubría el mar. Tantos kilómetros por asfalto tenían su recompensa. Y allí estábamos, un verano más que traeríamos de vuelta junto a los recuerdos y algún obsequio como uno de esos muñecos que vendía mi tío en el mercadillo y que me causaban realmente cierto espanto. Está claro que en el acto de la ofrenda se sucedía una sonrisa con un «gracias», pero ese niño con cara de grande y gafas pequeñas no dormiría en la misma habitación que yo.
Llegaba la despedida y no era nada dramático porque siempre quedaba «hasta el verano que viene» o «nos veremos el Día de Andalucía para comer calçots».
Mi habitación estaba como la había dejado y las noches seguían siendo calurosas. Nada que no solucionase sacar el colchón a la azotea donde amanecíamos toda la familia con el frescor de la mañana que hace que arroparse en verano sea un gusto de lo más exquisito. Era divertido compartir ese espacio donde nos observaba el firmamento tan ordenado y alineado.
El verano continuaba su curso y yo seguía oliendo el mar. Como ahora, después de tantos años, tan lejos de esta puesta de sol que a la vez arropa ese mismo mar que espera mi visita uno de estos veranos. ¿Qué será de Mariajo? Escribiré a mi prima para preguntarle un día de éstos.