Todo comenzó de una manera no premeditada. Es decir, no articulé un pensamiento donde establecía un punto de partida para leer obras escritas por mujeres. Tampoco fue improvisado, ya que eso sería como arrancar súbitamente en esta tarea empujada por el pensamiento anterior. Digamos que surgió y lentamente se coció, o coquere, se cocinó, como las recetas que Tita aderezaba con las emociones desveladas de momentos de su vida. Tita, una mujer destinada por ser la pequeña a cuidar de su madre; renunciando así al amor de su vida, a una vida en matrimonio, a una libertad hallada en ese matrimonio a través del cual ella le encontraría el sentido a su vida. Laura Esquivel configura en Como agua para chocolate una historia donde la comida es el sostén del que se sirve para alimentar el cuerpo y para conducir las historias dentro y fuera de la cocina y de la casa. La vida de Tita estaba sujeta a las costumbres, a la norma establecida y ni siquiera le estaba permitido salir de ahí con un hombre.
No les pasó lo mismo a las mujeres a las que Betty Friedan entrevistó en La mística de la feminidad. Ellas se casaron, tuvieron hijos e hijas, vivieron el amor y, sin embargo, sus historias muestran que no fueron felices porque la felicidad tiene que ver con la libertad y ésta con poder tomar las riendas de nuestra vida, tener poder sobre nosotras mismas, recordando a Mary Wollstonecraft; disponer de opciones que puedan ser tomadas sin influencia, sin manipulación, sin coacción y sin la articulación de una efectiva propaganda. En esa sociedad norteamericana se instaló esa propaganda que envió con mucha efectividad, y con la ayuda de otros actores, a las mujeres al hogar. Después llegaría “el malestar que no tiene nombre”, una realidad que el feminismo radical lo situaría en el patriarcado y el primer capítulo del libro de Friedan que se llevó el Premio Pulitzer en 1964.
Leer libros escritos por mujeres me lleva a encontrar voces que hablan de lo que nos ocurre a las mujeres por ser mujeres. Las historias nos resultan comunes ya que de alguna manera nos reconocemos ahí. Es como escuchar una voz que se dirige a nosotras; una voz incómoda, como el feminismo, porque con ella buceamos en las profundidades con ese peso denso y oscuro que nos ha aprisionado, silenciado y relegado. Son experiencias distintas, hechos históricos contados de manera diferente y da igual que sea literatura o ensayo porque la primera se alimenta también de la experiencia vivida, necesaria para armar un cuerpo teórico con el que desmenuzamos cada uno de los aspectos de nuestras vidas y la posición de estas vidas por nuestro sexo.
Pero, un momento, un paréntesis, ¿por qué parece que hablamos de algo que nos suena a un apéndice del mundo? Sí, ya, porque el mundo ha sido de ellos. Las mujeres estuvieron y estamos; hemos formado parte de la construcción del mundo y siguen sin vernos. Lo plasma Gerda Lerner en La Creación del patriarcado:
«Al igual que los hombres, las mujeres son y siempre han sido actores y agentes de la historia. Puesto que las mujeres representan la mitad de la humanidad, y a veces más de la mitad, han compartido con los hombres el mundo y el trabajo de la misma manera. Las mujeres no están ni han estado al margen, sino en el mismo centro de la formación de la sociedad y la construcción de la civilización. Las mujeres también han cooperado con los hombres en la conservación de la memoria colectiva, que plasma el pasado en las tradiciones culturales, proporciona un vínculo entre generaciones y conecta pasado y futuro».
Seguimos con nuestra posición por nuestro sexo. Así, Simone de Beauvoir hace un recorrido en El segundo sexo a través de una serie de preguntas y planteamientos para demostrar cómo la mujer “se hace” en la sociedad, y cómo ningún destino biológico nos sitúa en el lugar subordinado en el que nos encontramos. Dicen que esta autora se hizo feminista tras escribir este ensayo puesto que ella, que pudo estudiar y realizarse profesionalmente en una época como la suya, no encontró dificultades para ejecutar el plan.
Y es que las mujeres se han topado con obstáculos para escribir, para tener un espacio propio. Se les ha negado la entrada a bibliotecas; que se lo digan a Margaret Atwood, una poeta que no podía tomar prestadas las obras de sus poetas preferidos. Por su parte, a Virginia Woolf le hicieron un encargo, escribir sobre las mujeres y la literatura. Nos dejó Una habitación propia donde conservamos varias reflexiones importantes; por un lado, que las mujeres necesitamos un cuarto propio para poder escribir novelas, y ese cuarto propio también significaba emancipación económica. Por otro lado, que las mujeres hemos servido a los hombres de espejos donde ellos se veían duplicados a su tamaño. Esto nos da las pistas de cómo la literatura ha sido cosa de ellos y que a costa de vernos inferiores o de directamente no vernos y reconocernos han ido creciendo hasta verse invencibles, superiores, dispuestos a volar, a ser inmortales; y a ser madres: todo para no aceptar los límites de la condición humana, como diría Ana de Miguel.
No obstante, las mujeres escribían, a pesar de que no firmasen con su nombre. Mary Shelley publicó por primera vez Frankenstein con el nombre de su marido, Percy Shelley, ya que lo lógico era pensar que lo escribió él. Así también se apropiaban del trabajo de ellas, como le ocurrió a Colette, que le escribió varios libros al impresentable de su compañero de vida. Son muchas las mujeres que escribieron con seudónimos o con iniciales, como las hermanas Brönte o el caso de Joanne Rowling, que aceptó el consejo editorial de dejar la autoría en la ambigüedad. Y todo esto para que ahora vengan tres hombres con el seudónimo de una mujer a reírse en la cara de las mujeres.
La cuestión es que como decía Grace Paley, los hombres no nos han devuelto la cortesía en esta cosa de leer a mujeres. Parece que lo que les pasa a las mujeres, la visión de las mujeres es algo parcial, anecdótico, producto de un subgénero, un apéndice, aunque las mujeres seamos la mitad de la humanidad. Y no sólo eso, ya que hay autores que desdeñaban a escritoras como Jane Austen a las que le dedicaban unas palabras demasiado agresivas para reproducirlas en unas líneas que tratan de honrar a las autoras.
¿Y cuál es la explicación para que las mujeres no fuesen tomadas en serio y despreciadas en este campo de las letras? Muy fácil, misoginia y que los varones se han considerado el centro del mundo, y ellos son sinónimo de lo humano. Por ello repetimos que no queremos ser iguales a los hombres sino entrar en la categoría de lo genéricamente humano, en palabras de Celia Amorós.
En esto del sesgo masculino, del orden patriarcal y de las mujeres que lo desafían debo traer aquí la filosofía y a una filósofa que ha escrito un libro maravilloso, Ana de Miguel y su Ética para Celia. De Miguel hace un recorrido por la filosofía para constatar que mucho hablar del mundo y cuestionar lo que acontece, pero nada de revisar ese orden patriarcal y por qué las mujeres han sido excluidas y no tratadas como sujetos y como tales, al ser personas, contar con la capacidad de pensar filosóficamente, tal como creía Hannah Arendt.
Pensar filosóficamente y caminar como aquellos filósofos de la Academia cuyas charlas les traían nuevas formas de entender el mundo. Algo que hacemos las mujeres, pasear, pensar y reflexionar, como Vivian Gornick, una feminista radical a la que conocemos a través de tres libros: Apegos feroces, La mujer singular y la ciudad o Mirarse de frente. Y que nos regala una vida llena de vidas que recorremos con ella por las calles de Nueva York. En el último libro escribe: «La independencia me permitió pensar. Cuando pensaba, me sentía menos sola. Me tenía a mí de compañía. Me tenía a mí, y punto. Sentí el poder de la sabiduría renovada. De los griegos a Chéjov, y de ahí a Elisabeth Cady Stanton: todo el que se ha molestado alguna vez en indagar en la naturaleza de la soledad humana ha entendido que sólo la mente trabajadora de uno mismo quiebra la soledad del ser».
Cuestionar lo que acontece también implica revisar las voces que tienen presencia en la literatura; en las que escriben y en las que aparecen tras esa voz narrativa. Antes he comentado que escritores reconocidos menospreciaban lo que las escritoras tenían que contar con el ejemplo de Jane Austen, una mujer que retrató ese acontecer tras una detallada observación, con ironía y humor, siendo capaz de adentrarse psicológicamente en los personajes. A este respecto escribe Siri Hustvedt en El verano sin hombres:
«¿Es que la vida en provincias no merece ser contada? ¿Es que las penurias femeninas carecen de importancia? Claro que si se trata de Flaubert, ya es otro asunto. Me dan pena los idiotas». Nos dan pena y rabia los idiotas, los hijos sanos del patriarcado.
De nuevo, pensar filosóficamente, poner la mirada observadora y narrar desde otra mirada. Cuando estos elementos se llevan a cabo en escenarios como conflictos armados, guerra y posguerra todo cambia. Cuando es una voz de mujer la que cuenta ese devenir todo cambia. En este sentido hay historias que se quedan clavadas en el alma, con los testimonios de las mujeres que estuvieron en el campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial y que son recogidos de manera magistral por Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015, en La guerra no tiene rostro de mujer. Ellas eran zapadoras, francotiradoras, soldados, partisanas… Ellas querían luchar, querían estar en ese terreno hostil sabiendo que eso las cambiaría para siempre, y sus voces son la prueba de que el relato de la heroicidad no tiene cabida desde esta mirada porque aquí la guerra está presente como un asesinato constante, y eso no puede celebrarse con la vida, a pesar de que salvar la vida fuese un motivo de celebración.
La vida de las mujeres es más dura en estos contextos, cuando hay precariedad y miseria; cuando no queda nada. Y ese Nada, como el de Carmen Laforet nos lo da todo porque con ella nos sentimos parte de un escenario desolador que compartimos en algunos momentos, con la esperanza de que la luz llegue para iluminar la estancia de cortinas aterciopeladas y muebles viejos y poder partir de allí con una maleta y una amiga, cambiando un destino impuesto, cumpliendo sueños. Y escribir para romper cadenas, para contar, y para salir de los armarios donde algunas mujeres eran recluidas por una sociedad que las condenó también después con el Pacto del olvido, como la historia de Elena Fortún, que crea en Oculto sendero una novela autobiográfica imprescindible para entender el proceso de la autora a través de María Luisa Arroyo y lo difícil que es ser mujer y lesbiana en una sociedad patriarcal y en una dictadura.
Y caminar por las calles, atravesando una plaza, como La Plaza del Diamante, y abrazar a Natalia – y a Mercè Rodoreda– que dejó de ser Natalia para convertirse en Colometa, y ya no mirar igual a las palomas porque a través de ellas vemos la vida de Natalia, su represión y sometimiento, sus miedos, la incertidumbre de no saber hacia dónde ir y quién es ella misma. Y seguir observando las calles, la vida de los cines y teatros tras jornadas intensas de diez horas por tres pesetas en un salón de té (Tea Rooms) a través de los ojos y la pluma de Luisa Carnés, una escritora que no tuvo sitio en la foto de las Sinsombrero, que cosía sombreros y que escribía; escribía y reflejaba sus experiencias laborales en la escritura dando voz sobre todo a las mujeres obreras, relatando esa vida durante la Segunda República, denunciando la represión franquista y capturando como si de una grabación audiovisual se tratase su partida hacia el exilio, con una descripción que sólo ella podía hacer con sus dotes de observación, narrativa periodística y sensibilidad para captar cualquier detalle que se vuelve imprescindible en el relato que recuperamos con el fin de conformar lo que somos sabiendo de dónde venimos.
Luisa Carnés apoyaba a Clara Campoamor en la defensa del voto femenino y ambas tuvieron que marchar de su país. A propósito de la publicación de Trece Cuentos por Hoja de Lata Editorial, las personas editoras nos lanzan una pregunta acerca de qué nos llevaríamos a una isla desierta para detenernos en qué nos llevaríamos si tuviéramos que partir al exilio. Y contestan: “Luisa Carnés lo tuvo claro: sus cuentos”.
Yo también lo tengo claro, me llevaría los libros de Luisa Carnés o alguna obra escrita por mujeres; por necesidad, por justicia, por reconocimiento. Y porque en ellas estamos nosotras. Nuestra historia. Nuestro pasado, presente y futuro.
Estoy ahí en esas historias, tan real que me despierta de no haber encontrado mi sitio en un mundo donde ni siquiera un espejo me hacía visible.
Las mujeres existimos aunque nos hayan dejado fuera de cualquier situación, necesitamos leer a mujeres, somos nosotras mismas
Gracias por tus palabras, Teresa. Estamos juntas haciéndonos visibles y recuperando nuestra propia historia. Un abrazo.
Leer y aprender la historia de las mujeres, para empoderar con fuerza las voces de la mujer nueva que avanza
a un cambio de sociedad, en la construcción de la paridad política
El mundo ya tiene una mujer nueva, como decía Alexandra Kollontai; y como ella misma escribe se trata de «un tipo de heroínas que trae sus propias exigencias en relación con la vida, que afirma su personalidad, que protesta contra la múltiple esclavitud de la mujer bajo el Estado, la familia, la sociedad, una clase de mujer que lucha por sus derechos y que representa a su propio sexo». Seguimos avanzando. Un abrazo.