Edith Wharton es conocida por su obra La edad de la inocencia, por la que recibió el premio Pulitzer en 1920. No obstante, yo he llegado a ella gracias a Las hermanas Bunner. A veces nos acercamos a la autora por otros caminos que los que deja marcados desde el inicio. He leído el libro en un momento extraño, incierto, diferente a lo esperado sin una pandemia de por medio. Cómo imaginar que una trastienda oscura iba a parecerse a las sensaciones de un futuro envuelto en nebulosa, lleno de sombras pero también de luces; como las salidas de la mercería donde transcurre la vida de dos hermanas que pisan la calle sólo para provisiones, para ir al tintorero o para comprar un regalo de cumpleaños que se quedará en casa y que cambiará los ritmos y el tiempo de ese hogar.
Asisto al día a día de Evelina y Ann Eliza Bunner e intento entender su confinamiento, marcado por la precariedad en la que se encuentran. Me adentro en sus vidas cargadas de monotonía, impregnadas de austeridad y aleccionadas en el control del gasto; sin derroches, sin excesos. Salvo la imaginación, salvo las elucubraciones que emergen desde su mundo interior y que gracias a esos pensamientos a través de los cuales conocemos al personaje, comprendemos lo que puede sentir una mujer “solterona” con todo el peso de la palabra dedicada al sexo de la hembra humana y de lo que significa ser mujer y no haber formado una familia, entendido esto como esos lazos nuevos que se crean con sangre distinta, con personas ajenas a nosotras, que aparecen de repente y que forman parte de nuestra existencia a pesar de que esa existencia ya tenga sentido por sí misma o con otras personas con las que hemos compartido gran parte de nuestra vida.
Todo se dibuja en un pequeño lugar donde aparentemente no ocurre nada excepcional. Encargos propios para una tienda de mercería. Hay unas vecinas, clientas, como una dama con las mangas abullonadas de clase alta. Observamos algún episodio en la carnicería. Hace frío y el fogón contribuye al calor de la estancia. La tetera siempre está humeante; las tazas para ese té caliente y algún resto de bizcocho completan la puesta en escena. Lo emocionante aflora desde la imaginación, un mundo abierto a fantasear, a edificar una forma de vida diferente.
Las vidas de las hermanas Bunner tienen tareas asignadas. La pequeña, Evelina Bunner, sale a hacer los recados mientras que la mayor, Ann Eliza Bunner, se cobija en las sombras de su modesta tienda. Este hecho cambia cuando la mayor sale a las calles de Nueva York para comprarle un regalo a su hermana por su cumpleaños. Y es a través de esa pequeña ruptura con la monotonía como se incorpora un elemento clave para el giro de la historia, un reloj. Así aparece un hombre en el día a día de dos hermanas donde ese transcurrir nos lleva a otro lugar oscuro, el de la incertidumbre, el desconsuelo, la culpa, la resignación.
¿Cambiaría nuestro destino si nos desprendemos de costumbres sociales, de lo que se espera de nosotras, de nuestros propios actos de amor? ¿Acaso es amor aquello que nos aleja de nuestro lugar de refugio, de quienes le dan sentido a ese refugio?
En los momentos en los que ya no hay mantas que abriguen del frío, ni conversaciones que adornen la trastienda y ni siquiera muebles que contribuyan a crear formas dibujadas por una tenue luz junto a sombreros delicadamente adornados aparece cierta esperanza, la bondad de algunas mujeres que aportan el calor y el sostén a una imagen descarnada como la realidad a la que evoca. Esto nos recuerda al trabajo en equipo, al bien común, a la idea de que somos interdependientes y que como seres sociales necesitamos de otras personas porque también otras personas necesitan de nosotras; y a la solidaridad entre mujeres cuando durante demasiado tiempo nos han transmitido el mensaje de que éramos enemigas.
El reloj es un objeto con una función y una metáfora del tiempo, de lo que se repite una y otra vez. De lo que llega, de lo que arranca y cambia. El tiempo transcurría de manera mecánica y los nuevos tictac programados por un simple y elaborado mecanismo rompen con todo lo anterior para dar cuerda a una nueva historia.
Al terminar las páginas de esta novela me quedo por unos instantes contemplando el cartel con letras de oro sobre un fondo negro que dice ‘Hermanas Bunner’ y siento el cielo primaveral bajo el que camina Ann Eliza a pesar de escribir estas líneas acompañada del sol de otoño.